domingo, 5 de septiembre de 2010

LOS PASTORES TIENEN MIEDO.


Cada vez vemos con mayor frecuencia como los pastores y guías de diferentes Iglesias cristianas se sirven de los medios de comunicación para exponer su doctrina sobre un sin número de asuntos, la mayoría de los cuáles están relacionados con el mundo postmoderno y, particularmente, con la sexualidad. Al escucharlos puede apreciarse que consideran que sus exhortaciones – que no poca veces realizan en un tono apocalíptico – son necesarias para guiar a una humanidad que se encamina hacia el abismo, dado que ha decidido soltar la mano de sus antiguos tutores y explorar el mundo por su propia cuenta y riesgo.

Hasta aquí lo evidente. Pero lo que realmente revelan estas actitudes es algo más preocupante… no cabe duda de que los pastores tienen miedo.

Temen a la “autonomía de las realidades humanas”(1), a la autonomía de una humanidad resuelta a no estar más tutelada por los líderes religiosos, resuelta a buscar sus propios horizontes, a asumir – no siempre con la entereza necesaria – los retos de la mayoría de edad. Un proceso no exento de peligros, pero siempre lleno de posibilidades y aprendizajes, en medio de todos los cuales, aquellos que apostamos por el seguimiento del Señor Jesús, no tropezamos con los datos objetivos del devenir histórico, sino que vislumbramos los “signos de los tempos”[2]. Aquellos que son la muestra preclara de las contradicciones humanas y, a la vez, condiciones de posibilidad para el florecimiento del Reino de Dios en medio de la historia humana.

Ella, en el sentido más auténticamente cristiano, no es percibida como el eterno retorno de las sociedades primitivas, tampoco como un proceso lineal y progresivo, como lo postula la modernidad. Para nosotros la historia es “historia de salvación”, en medio de la cual, los hombres y mujeres atentos a la voz de Dios, debatidos en medio de las contradicciones y vicisitudes, son para sus hermanos luz en la oscuridad, consuelo en la aflicción, esperanza en medio de la desesperanza… compañía cierta y sincera en medio del gozo o la tristeza.

Es en esta cotidianidad vivida en clave pascual que la liberación plena de la humanidad se obra, lejos del artificio y la espectacularidad y cerca del silencio de Nazaret[3], de la convivencia fraterna e íntima de Betania[4], en la desposesión del predicador errante de Galilea (Lc 9, 58), en la conversión de Aquél que veía a Israel como destinatario principal de la Buena Nueva (Mc 7, 24 - 30), en la muerte de uno (más) tenido por malhechor (Lc 23, 32), en la resurrección atestiguada por las in-creíbles mujeres (Lc 24, 8 - 11), en la convivencia fraterna que permite entender por qué no tiene sentido buscar entre los muertos al que vive (Lc 24, 5).

Por eso, para algunos cristianos no deja de ser escandaloso (skandalon) que aquellos que pastorean las Iglesias, en tanto llamados a presidirlas en la fe, den muestra de tan gran falta de la misma ante los tiempos que corren. No podemos olvidar a este respecto que lo contrario de la fe no es el ateísmo, sino el miedo (Gn 3, 10; Mt 14, 26; Jn 14, 27. 20, 19).

Quizá pues sea esta la hora de que los cristianos pertenecientes a minorías sexuales, que conocemos del temor y de la fe/adhesión a Jesús de Nazaret, demos fuerte y claro testimonio.

Lo más probable es que la sola invitación nos llene – precisamente – de miedo, pero es el Resucitado quien insiste: No tengáis miedo (Mt 28, 10).

No tenemos ninguna credibilidad, al igual que las mujeres miróforas, y como ellas sólo contamos con nuestra experiencia pascual, la que nos ha permitido abrazar al Resucitado (Mt 28, 9). Es decir, sólo contamos con nuestra experiencia de fe/adhesión a Él, de reconciliación de nuestras vidas en Él, con el testimonio de las maravillas que Él ha obrado en nosotros y nosotras (Jn 9, 3).

Tampoco estará exento de controversia nuestro testimonio. Él mismo es desestabilizador y lo es porque lleva en sí mismo el germen de un éxodo. El Resucitado, a las afueras de Jerusalén – centro de poder político, económico y religioso –, envía a las miróforas a convocar al resto de la comunidad de los discípulos en Galilea – tierra de malditos – (Mt 28, 10). De la misma manera, la aceptación de nuestro testimonio implica que las Iglesias y comunidades se descentren y se abran a la novedad de la Buena Noticia (Mt 28, 16 - 17) y la acción del Espíritu que sopla donde quiere, sin que nadie sepa de dónde viene ni adónde va (Jn 3, 8). Implica que ellas estén dispuestas a re-centrarse en el ministerio jesuánico de predicación y liberación, obrado en Galilea (Mt 28, 10; Mc 16, 7; Lc 23, 7; Jn 21, 1), donde todos los excluidos son restaurados en la plenitud de su dignidad de hijos de Dios Lc 3, 18 - 19).

Pero esto sólo es posible si las Iglesias y comunidades se re-encuentran con el galileo cuya persona y ministerio ha sido reivindicado por el Padre, con la fuerza de su Espíritu, en la resurrección, y, renovados, asumen la universalidad de su misión de anunciar a todos (Mt 28, 16 - 17), con actitud profética, que el Reino está cerca (Mt 4, 17).

Pero, para que todo esto sea posible, hace falta la fuerza del Espíritu de la Verdad (Jn 16, 13), y nuestro valiente testimonio de que

... cuando se manifestó la bondad de Dios, nuestro salvador, y su amor a los hombres, él nos salvó, no por obras de justicia que hubiéramos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación en el Espíritu Santo, que él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo, nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna. (Tit 3, 4 – 6)
  
Diego Acevedo Peña.





[1] CONCILIO VATICANO II. Gaudium et Spes n. 36.
[2] Ibídem. n. 11.
[3] CLEMENTE, Francisco. El Misterio de Nazaret. Boletín Iesus Caritas n. 102. En:
http://www.carlosdefoucauld.org/Documentos/misterio_de_nazaret.htm
[4] CHEN, Christian. Betania y Jerusalén. En: http://www.betaniajerusalen.com/pagina7.htm

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